El cisne negro surcaba el lago en silencio, su reflejo ondulando en la superficie oscura del agua. Se movía con cautela, acostumbrado a las sombras, a la mirada esquiva de los otros. Nadaba solo, siguiendo el vaivén del viento, con la certeza de que su sitio estaba ahí, en los rincones donde la luz apenas llegaba. No esperaba compañía, ni la buscaba. Pero una tarde, entre los juncos dorados por el sol, vio por primera vez al cisne blanco.
Su plumaje resplandecía como la espuma de las olas, y su nado era ligero, sin rastros de duda. No parecía dudar de su reflejo ni del espacio que ocupaba en el agua. El cisne negro lo observó, al principio con indiferencia, luego con una inquietud desconocida. El blanco no apartó la vista. Se sostenían la mirada sin comprenderse del todo, como dos criaturas de mundos distintos que, sin embargo, compartían el mismo lago.
Intrigado, el cisne negro se acercó. Sus palabras eran escasas, sus gestos medidos, pero el blanco no se alejó. Intentaron comunicarse, sin éxito al principio. Sus voces parecían chocar contra un muro invisible, sus gestos no coincidían, como si hablaran lenguas ajenas. Pero con el tiempo, sin que ninguno pudiera decir cómo, fueron encontrando un ritmo, un equilibrio.
Cada aleteo, cada pausa en el agua, tejía un puente entre ellos. El negro aprendió a nadar con menos cautela; el blanco, a detenerse en la quietud de la sombra. Y un día, al mirar su reflejo en el agua, ya no supieron distinguir dónde terminaba uno y comenzaba el otro. En la superficie del lago, un nuevo brillo emergió: un cisne plateado, nacido de la unión de la luz y la sombra, celebrando lo imperfecto y lo hermoso en un mismo ser.
x Rita Bissone, 15 años, Buenos Aires, Argentina.